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Soy AK-206

Breve autobiografía autorizada de un mueble antiguo

 

-I- Yo y mi primer hogar

Soy AK-206 y tengo algo de espía.
 
Por mí no pasan los años y confieso que ya voy camino de los 80, pero sigo lustroso y mi atractivo aumenta con el paso del tiempo.
Soy el orgullo de mi dueña, que presume conmigo cuando sus visitas me contemplan con admiración.

Nací en Filadelfia en el año 1934 y, tras estar expuesto en la tienda diez largos años, se encaprichó de mí un señor español en uno de sus muchos viajes de negocios.
Me embalaron cuidadosamente y viajé hasta Madrid en la tripa de un trasatlántico, sin marearme.
Decidieron ponerme en el salón, en un lugar de honor.

Mi cuerpo es de madera de nogal y tengo algo de humano. Mis extremidades están bien contoneadas – cuatro patas cortas muy coquetas -,  y tengo muchas voces,  tantas como estaciones en el dial, porque parte de mí es una radio, mi alma; en mi barriga hay cuatro elegantes botones, cada uno con su función específica; debajo de ellos, un magnífico altavoz oculto tras una pantalla en tejido rústico, protegida y adornada por una especie de rejilla de madera.
Sobre los botones y el altavoz luzco el dial, redondo, que se enciende para mostrar las distintas emisoras, a elegir entre tres bandas.  Alrededor del dial hay un anillo de latón donde está grabado mi nombre: Atwater Kent 206.
Mi cuerpo es hermoso, atractivo, muy bien tallado, sobrio, elegante y clásico. Es obvio que no tengo abuela. Digo lo que se ha dicho de mí, sin rodeos,  sin presunción, con absoluta sinceridad y pleno conocimiento de mí bella naturaleza y noble condición.
No voy a describir todo el entramado eléctrico que tengo dentro porque no sería muy correcto hablar de mis interioridades, algo íntimo, lo que me hace funcionar. Es como si una persona se pone a hablar de su aparato digestivo, es algo poco agradable y carente de interés.

Prefiero seguir relatando otras cosas más relevantes.

Las emblemáticas voces de Bobby Deglané y José Luis Pécker en “Cabalgata Fin de Semana”,  o la de Alberto Oliveras en “Ustedes son Formidables”, con el fondo de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, han hablado a través de mí.  El niño de la familia se pegaba a mí para escuchar a Antonio Molina cantando “Soy minero” con su prodigioso chorro de voz, era su ídolo.  Matilde Conesa, Vicente Mullor, Juana Ginzo, Fernando Forner, María Elena Doménech y Miguel de los Santos hacían llorar a las dos mujeres de la casa, la abuela y la madre, en aquellos interminables seriales. Programas como “Matilde, Perico y Periquín” arrancaban las sonrisas de toda la familia, lo mismo que aquel fenómeno de Pepe Iglesias “El Zorro”, argentino, un mago de la risa que iniciaba su programa diciendo…”Soy el zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos, yo soy El Zorro, señores, de mil amores voy a empezar”, o con aquel personaje suyo del “finado Fernández” que, tras acabar con él en cada emisión  en extrañas e hilarantes circunstancias, El Zorro remataba con aquel esperado “tenía…”, que más de una vez hizo que alguien de la familia medio se atragantara de la risa durante la cena; ese finado Fernández del que “nunca más se supo”; sin olvidar a Doña Elena Francis y a la pobre Ama Rosa, con la que tantas españolas sufrieron y lloraron de lo lindo en las sobremesas.  Pero quien se lleva la palma es Luis del Olmo, con la friolera de 36 años en “Protagonistas”, que él dirige y presenta, el programa con más ediciones de la historia radiofónica en España.

En fin, tantas y tantas voces, algunas ya apagadas…

Tantos recuerdos…

Mi cabeza se abre y, en un recinto revestido de terciopelo, aparece un antiguo gramófono hecho de metal. He tocado cientos de vinilos de zarzuelas, pasodobles, muiñeiras, sardanas, tangos, jotas, valses…

He tenido varios hogares, todos de la misma familia.

Cuando mi primer dueño pasó a mejor vida con más de 90 años, recuerdo que un anticuario se presentó en la casa y, tras observar las piezas que los herederos querían vender, se fijó en mí.

– ¿Cuánto quieren por ésto?

¡Yo, definido como “ésto”!, ¡qué forma más vulgar de tratar a una obra de arte!, ¡un respeto, caray! Aquel hombre tosco y taimado sabía que yo valía mucho, pero debía disimular si quería conseguirme a un bajo precio.

– Ese mueble no está en venta, señor.

Era la voz tajante y delicada de una niña, de mi niña, que supo aguantar sin pestañear la mirada furibunda que le lanzó aquel listillo mientras su padre corroboraba su afirmación.

– Mi hija tiene razón; esta radio no la queremos vender por ahora.

Respiré aliviado, ¡pufff!, ¡menos mal!, ¡no se querían desprender de mí!, de momento…
No me hubiera gustado acabar en un oscuro almacén, entre extrañas antiguallas, hasta que me llevaran a una subasta para caer en las manos del mejor postor; no, yo era ya parte de la familia.

Esa niña, mi salvadora, le tenía un cariño especial a “La Santa Espina”, un disco que compró su abuelo y cuya música la emocionaba más que ninguna otra. Cuando más tarde se enteró de que sus padres iban a vender todos los discos del patriarca de la familia, una noche, sin que nadie la viera, se acercó de puntillas a un amigo mío – ella lo llamaba el “discotero” -, que guardaba toda la colección, y cogió su tesoro. Lo escondió en su dormitorio y no dijo nada a nadie.

 

-II- Mi segundo hogar

Mi segundo hogar fue un pueblo de la sierra de Madrid, donde se mudó la familia cuando esa niña, ya una mujer, se casó. Ella vivía cerca, pero estaba tan ocupada que no se preocupaba por mí. No obstante, algunas veces se acercaba, ponía su mano sobre mi cubierta, movía mis botones, me contemplaba en silencio y luego se iba al salón a ver a mi enemiga, ¡la tele!
Me habían relegado a la habitación de la plancha y me tiré allí unos veinte años, casi olvidado. Nadie me escuchaba y me sentía muy triste, solo y aburrido.

La culpa la tenía mi rival, Doña Tele, y cuando escuchaban la radio lo hacían en otra más pequeña y manejable. Compraron una cadena musical para escuchar CDs y me quedé mudo… Perdí algo de mi brillo y sufrí algún deterioro cuando alguien me plantó un tiesto encima, mi madera se mojó y el barniz no pudo evitar que parte de mi cubierta se ajara… Me sentí como un humano cuando descubre sus primeras arrugas o empiezan a aparecer los achaques; lo mismo que cuando dicen eso de “¡qué bien te conservas!”, como si estuvieran refiriéndose a una sardina en lata. Tenía que resignarme, ¡qué remedio!

El matrimonio de mi niña, por causas que desconozco, no iba bien y llegó el divorcio. De ese matrimonio había nacido una pequeña preciosa, menudita y muy espabilada, que nunca me hizo el menor caso, vaya, como si yo no existiera, pero los niños y jóvenes de hoy, por lo general,  viven enganchados a sus móviles, a su Internet, a sus videojuegos, a todos esos aparatejos modernos que yo no entiendo, y es lógico que no reparen en un objeto como yo, por muy valioso que sea. Yo los perdono porque la culpa no es de ellos, es de la llamada “cultura del progreso” que reina en la sociedad moderna.

Lo mismo acabo en las manos de esa ya ahora jovencita en el futuro, ¿quién sabe…? Prefiero no darle vueltas y vivir al día.

 

-III- Una mañana muy triste

Una mañana muy triste, una mañana de un triste verano de un año triste, el padre de mi niña dejó este mundo…
Si alguien me hubiera utilizado ese día, sólo hubiera tocado música triste, tristísima, aunque hubieran girado mis botones en mis tres bandas.

 

-IV- Mi tercer hogar

Pasó un año y algo volvió a cambiar mi vida junto con la de aquella familia, ya incompleta.
Había un alboroto inusual en la casa desde primeras horas de la mañana: otra mudanza.
Dos hombres de aspecto fornido se acercaron a mí y me levantaron.

– ¡Cuidado con ese mueble!

La voz de mi niña otra vez intercediendo por mí.

Me bajaron a la calle en una grúa desde la terraza, ¡qué vértigo!, nada menos que tres pisos, y me metieron en un camión.
El viaje duró poco y esta vez me colocaron en el salón, un enorme salón, bajo la atenta mirada de ella…,¡qué feliz me sentía!

Para disimular mi deterioro, la señora de la casa hizo un primoroso pañito de ganchillo en hilo de algodón crudo, me cubrieron la cabeza y me remataron con un pesado jarrón de piedra con flores artificiales, ¡no había peligro de mojarme!, ¡bien!

Estuve mejor cuidado allí durante cinco años, pero… al ladito de mi enemiga.

Mi voz seguía sin sonar y todas las tardes tenía que tragarme los culebrones de la tele, las malas noticias – pocas había buenas -, concursos con premios millonarios, cotilleos de los famosos, partidos de fútbol, pelis y, de higos a brevas, alguna cosilla interesante. La verdad es que mi rival es mucho menos culta que yo,  bastante frívola, algo violenta y descarada,  mucho más rica, excesivamente chismosa y tremendamente acaparadora. Parece que hipnotiza a los que la miran y algunos la utilizan para dormirse hasta tal punto que, si la apagan, se despiertan sobresaltados; la vida al revés.
                                                    
He visto chillarla en partidos de fútbol, tirarla una zapatilla durante el discurso de algún político socialista, renegar de sus interminables anuncios, apagarla con enfado por una mala noticia, encenderla con ilusión el día del Gordo, lanzarla besos cuando el Real Madrid marcaba un gol, manejarla con el mando a distancia de forma compulsiva durante un buen rato, hacerle preguntas incómodas, aplaudirla tras escuchar una buena noticia, desesperarse por un apagón justo cuando aquella serie estaba a punto de concluir, regañarla si no funcionaba,  agitarla si la pantalla aparecía borrosa, pelearse por ver diferentes programas, chillar a niños pequeños por pillarlos ensimismados ante escenas algo subiditas de tono, llorar  a moco tendido en un culebrón, abrirla por detrás para intentar arreglarla sin éxito, maldecirla por no entender lo que alguien decía en catalán, vasco, inglés o chino mandarín, mirarla entre los dedos para no ver claro una escena de terror, imprecarla porque un presentador se había equivocado, dar las respuestas de los concursos a grito pelado para ayudar a los participantes, decirles a los tertulianos que no hablaran a la vez porque no se les entendía, soltar tacos porque el volumen estaba alto o bajo, gritarle a un torero que no se arrimara tanto, a un diputado que no mintiera, a un galán que besara a la chica de una vez, a la chica que le hiciera caso a su enamorado, al bueno de la peli para avisarle que tenía al malo apuntándole con un revólver, al hombre del tiempo que no estropeara las vacaciones con sus pronósticos, a un árbitro por no ver un penalti a favor del Real Madrid, a otro árbitro por pitarle al Real Madrid un penalti injusto…¡Lo que tiene que aguantar la pobre!
A mí, afortunadamente, no me han dado tanto la lata. Soy menos provocativo y me tienen cierto respeto.

En mi nueva ubicación, más a la vista, me cuidaban mejor: cada semana un plumero me hacía cosquillas, luego me frotaban con entusiasmo y, así, recuperé algo de mi antiguo brillo.

 

-V- Mi cuarto hogar

Pronto hará dos años que llegué a mi destino final, que no fatal, ¡ni mucho menos! Mi vida dio un vuelco tremendo, no porque me cayera o me tiraran, ¡qué va!, sino porque hice otro largo viaje, la última mudanza.

Mi niña había encontrado el amor, se volvió a casar y se mudaba con su marido.

– Mamá,  me haría ilusión  tener este mueble, la radio-consola del abuelo, en mi nueva casa, ¿me lo puedo llevar…?

Mi corazón saltó de alegría, ¡ella me seguía queriendo!

– Claro, hija, siempre te ha gustado y yo, cuantos menos trastos, mejor.

¡Vaya con la señora!, ¡yo era un “trasto”!
No quise mirar a la caja tonta porque seguro que se estaba riendo y, además, todos mis pensamientos estaban centrados en averiguar mi nuevo destino, ¿dónde me llevarían…?, ¡qué nerviosss!

Esta vez me llevaron lejos, esta vez me trajeron aquí, a vivir junto a mi querida niña.
Al bajarme del camión, me dejaron plantado en la hierba y pude ver unas montañas inmensas, con las cumbres cubiertas por la nieve.
A mi derecha había una casa de piedra, solitaria, nueva.
Era finales de diciembre, pero no hacía mucho frío.

Estábamos en Cantabria.

– Pongan ese mueble aquí, con cuidado, por favor.

– Sí, señora, ¿aquí?, ¿al lado de la chimenea…?

– Pero no tan cerca…, ahí, sí, perfecto.

Su marido es feliz viéndola feliz.

Ellos deben estar aquí y yo con ellos; Dios así lo dispuso.

 

-VI- Vuelven a escucharme

Tras tantos años de silencio, una noche mi amita vino hasta mí, desenroscó mi cable, me enchufó a la pared de piedra,  puso un antiguo vinilo en el plato, cogió la minúscula cajita de metal con un perrito y un gramófono dibujados en la tapa dorada, esa cajita cerrada que pacientemente había aguardado y guardado las agujas del pick-up, sacó una, la deslizó bajo el extremo del brazo, lo dejó caer lenta, suavemente sobre aquel viejo vinilo y “La Santa Espina” comenzó a sonar…
Comenzó, comencé a sonar con cierto temor,  ¿le gustaría todavía mi sonido?, ¿no sonaría a cascajo?

Yo no tenía un wofer como mi enemiga, yo no era stereo, ni surrounding, yo no tenía tecnología punta.
Yo era antiguo, simple, sencillo, una pieza de coleccionista, pero tal vez mi voz no diera la talla, ¡mis piernecitas temblaban!

La sardana seguía sonando…

El disco giraba a 35 revoluciones por minuto, seguro, ni un rayajo, impoluto, reluciente, fiel a la Voz de su Amo.
Mi niña – siempre será mi niña – escuchaba en silencio, los ojos cerrados, como si estuviera rezando, embelesada.

La tele observaba envidiosa y escuchaba también sin entender nada, absolutamente nada, ¡es la caja tonta!

Desde un rincón del salón,  el esposo observaba la escena complacido.

La sardana terminó y ella se dirigió a su hombre.
Permanecieron abrazados unos instantes, luego se miraron a los ojos, húmedos aún, y se fundieron en un beso.

Ella es feliz cuando él es feliz.

Vuelvo a tener al “discotero” muy cerca, ahora repleto de discos menos antiguos, pero vinilos también, éxitos de los 60 y 70.

Las voces, voces nuevas de mi radio, se escuchan de vez en cuando. Salen de mi alma contenta y llenan toda la casa, lo mismo que mis canciones y melodías.
                                                                                                                                        Doña Tele es más espectacular, pero yo, a pesar de mis años, soy más rápido dando las noticias, ¡las cazo al vuelo! Sucede algo importante y, ¡hala!, a largarlo por las ondas en tiempo récord. Yo no me tengo que maquillar, ni poner guapo porque no tengo que dar la cara como esa presumida llena de rayas pero sin arrugas.
La Doña y yo hemos hecho las paces y cada uno hace lo que sabe hacer mejor, sin rivalidades. Ella sabe que yo soy más listo y yo sé que ella es más sexy, ¡una  combinación perfecta!

La pobre tiene celos de la computadora, que le va ganando terreno poquito a poco, sobre todo entre los niños y adolescentes; teme por su futuro y ahora me entiende mejor.     
En fin, yo tengo el orgullo de que unía a la familia; a Doña Tele la culpan de que la familia ya no se mire a los ojos, sino a ella, de que se comuniquen y se conozcan menos; la computadora, a la que no tengo el gusto de conocer todavía, la acusan de haber desmembrado por completo a la familia.
A mí no me echan la culpa de nada.

Volviendo a mi vida presente, la amita me ha restaurado con mucho cariño, me saca brillo con una gamuza tras untarme de buena cera y ya no necesito un pañito de ganchillo para disimular mis “arrugas”, ¡me ha hecho una buena operación de estética!

Y aquí sigo, a casi 800 metros de altitud, respirando aire puro y oyendo mugidos de vacas, ladridos de perros vecinos y chuchos famélicos sin amo,  quiquiriquís de gallos, cacareos de gallinas, dulces trinos de pajarillos al alba, graznidos vespertinos de cuervos, relinchos alegres de caballos y potrillos,  relinchos lastimeros de una yegua pariendo, el canto monótono de los grillos, algún que otro ratón merodeando por nuestra casa de noche, entre los orificios de las paredes o jugándose la vida perseguido por el gato, atravesando el salón ante nuestra atónita mirada, unas veces emitiendo débiles chillidos y otras royendo para excavar alguna galería hacia el interior, maullidos de gatos hambrientos sin dueño, el ronroneo del gato casero, bien alimentado y muy mimado, que se ha atrevido a arañar mi espalda ligeramente y a subirse encima de mí con descaro…, resumiendo, lo que denomino con humor la Sinfonía  Animalia.

                                                                                                                                        Como decía al principio de mi autobiografía… “por mí no pasan los años y confieso que ya voy camino de los 80, pero sigo lustroso y mi atractivo aumenta con el paso del tiempo”.                                                                                                                                                                                                                                                                         Soy un mueble antiguo, una reliquia, una pieza digna de un museo, un objeto de deseo para los coleccionistas y anticuarios, tengo alma  y soy cuasi cuasi humano.

Gracias por escucharme.

 

 

~ San Roque de Riomiera, 22 de noviembre del 2009 ~

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